sábado, 27 de junio de 2009

Madrid

Han pasado los años viajeros, y no sé si en algún momento de mi vida volverán de nuevo.
Durante un tiempo, escapaba literalmene en cuanto había una sucesión de días para conocer algún sitio nuevo, especial...una especie de huída extraña.
Aún así, tuve la suerte de encontrar ciudades fascinantes en momentos únicos.
A veces se produce algo maravilloso, y es cuando un visitante, un viajero, puede llegar a tocar el alma de una ciudad.Ambos están en ese momento en estado de Gracia.
Tuve esta sensación etre 1984 y 1986 con Madrid (Madriz, como se anunciaba en los carteles).
Descubrí la magia que se escondía en esa ciudad, pese al trajín, el tráfico, la inevitable suciedad de las grandes ciudades...
Lo primero que me fascinaba era la entrada a Madrid. Casi cien kilómetros antes, el paisaje que el tren dejaba ver era como una carta de presentación. Altos edificios, descampados, paisajes proletarios, plantaciones de chatarra, chabolas...pero me fascinaba esa visión.
En aquél momento empezaba también a recoger la maleta, asearme un poco, fumar los primeros cigarrillos de la mañana después de una noche insomne la mayor parte de las veces.
Luego,inesperadamente, y después de casi una hora contemplando este paisaje, la vía de tren iba mostrando una herida en la ciudad, una hendidura que me permitiría llegar hasta la estación, Atocha.Antes era una estación antigua, pero igualmente maravillosa.
Solía haber alguien allí, esperándome.
A veces no, pero podía manejarme bien, sabía a dónde tenía que llegar.
¿Qué recuerdos tengo yo de esta ciudad que tanto me marcó?
Ir de Usera a Plaza de Castilla, donde tenía mis citas, haciendo transbordo en un metro interminable; ir también a La Latina, a una pequeña buhardilla que se escondía cerca del teatro; paseos por el Retiro, cerca del lago, y también en una barca.
Ir a bares y discotecas, y pubs llenos de gente extraña y que a mí me parecían fascinantes.
La música de Gabinete Caligari y Luz Casal, de Radio Futura y Joaquín Sabina. Esa era la música que decoraba la ciudad que yo veía.
Paseos por el museo del Prado, por el Casón, parada siempre obligada.
Sentarme en la Plaza del Dos de Mayo, en un banco, y cerrar los ojos mientras fumaba.
Una tarde en el Parque del Oeste, inolvidable.
Colores del amanecer y del atardecer, que bañaban las avenidas de la ciudad.
Una ciudad vista con los ojos de los veinte años.
Ahora, cuando la recuerdo, también tengo veinte años. Y no sé lo que va a pasar después.

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