sábado, 14 de agosto de 2010

Peregrinos


En estos días de verano, mientras mucha gente parte a la playa o al campo, o sale de viaje hacia lugares de lo más exótico, algunos privilegiados desde mi punto de vista, mochila al hombro, salen caminando hacia Santiago de Compostela.
Hay muchos lugares mágicos en el mundo, cada cual ha de encontrar el suyo. Para mí, desde siempre, ha sido esa ciudad.
La primera vez que la visité fue hace más de treinta años. Andaba por los trece, y toda la familia fue para allá, en coche. Atravesando Jaén, Ciudad Real, Madrid, Castilla la Vieja...
Antes de llegar a destino yo miraba los nombres de los pueblos que iba encontrando, y me maravillaba leer esos nombres, muchos de los cuales recordaba haberlos vistos en algún romance que estudiamos durante ese mismo curso en la escuela.
Cuando parábamos en algunos de esos pueblos, o en ciudades como Zamora o León, veía inscripciones que recordaban alguna legendaria batalla, algún suceso memorable, o indicaban simplemente que en ese lugar vio la luz algún rey o noble cuya memoria debíamos honrar.
Luego, seguimos el camino hasta llegar a esa bendita ciudad, y entonces, ocurrió. La ciudad me envolvió, y su hechizo ha llegado hasta ahora.
Volví en muchas ocasiones a Santiago: un par de veces, por cuestión de oposiciones. Otra vez, acompañando a una amiga. En plan turismo, otras cuantas veces más.
Sin embargo, recuerdo también algunas ocasiones en las que fui sola: sin ver a nadie, sin estar con nadie. Simplemente porque necesitaba estar allí. Necesitaba liberarme allí.
Una situación inexplicable, porque....¿qué me impulsaba a atrevesar un país entero y refugiarme en esa ciudad?
Cuando pienso en ello, veo que todas las veces que he llegado a Santiago ha sido como turista, como viajera, como una escapada, o como una huida. Pero nunca he llegado a Santiago de la forma en la que esta me abrió siempre sus brazos, esto es, como peregrina.
Los último veinte años, he considerado esta posibilidad, pero la he ido aparcando, por mil motivos: tiempo, ganas, oportunidad.
Ahora, algo me impulsa a hacer ese camino que millones de personas han hecho durante mil años. Esa magia, ese espíritu de búsqueda, es lo que impregna esta ciudad, y quizá es lo que vi en ese primer momento, a mis trece años.
Este año, he querido ir, y nuevamente no he podido. Mi salud, cada vez más pésima, no me lo ha permitido.
Con mi sobrino imaginamos juntos durante el invierno la ruta que íbamos a hacer, un trayecto corto y pequeño, aunque para mí sería arduo.
Cada peregrino tiene su propio camino; cada camino es diferente. Es probable que el mío sea más corto, otros lo tendrán más largo, pero me da igual.
Algo se agita dentro de mí que solo puedo darle salida a través de ese recorrido espiritual, respirando el polvo de un camino milenario, de un camino que recorrieron reyes y príncipes,nobles y gentes de todas clases.
Cuando un peregrino recorría (recorre) el Camino, iba cargado de esperanza. Esa misma esperanza jalona cada kilómetro, cada centímetro de ruta.
Esperanza en rozar ese sentido oculto, esa verdad escondida, que al fin se nos revela.
Intento imaginar esa emoción indescriptible, cuando, después de días andar, el peregrino atisba la ciudad; cuando, después de todo ese camino,entre en la catedral, y roce las mismas piedras milenarias, acariciadas durante siglos por otros peregrinos que pusieron al pie de esta tumba su alma esperanzada.
El camino es un despertar del alma. Sea como sea, mi ruta está trazada.

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